Espejo, espejito mágico
En un último intento, las neuronas espejo intentaron contactar entre ellas, pero algo seguía fallando, no generaban la suficiente señal eléctrica como para provocar la tan ansiada sinapsis que enviaría al cerebro las señales para sentir.
Había algo que les impedía trabajar con normalidad, que les hacía ser deficientes y por ello, ineficaces. Parecía que estaban apagadas, esperando un mensaje que nunca llegaría, no eran capaces de reflejar en el interior lo que se veía en el exterior. El vínculo entre emoción y cerebro estaba roto, ausente.
Jorge no era capaz de expresar el ser social que habitaba en él. Por mucho que su profesora le dijera, a base de pictogramas, que sonreír era necesario en su rutina. Él simplemente no entendía qué era sonreír. Los neurotransmisores no respondían al estímulo. Había una barrera entre el yo de Jorge y los demás, no podía comprender al otro. No lloraba al ver llorar, no se sentía contagiado de la forma de hablar de otras personas. Para él, era difícil interpretar los gestos, las miradas o los movimientos de una persona. Solo podía aprender por repetición, algo que causaba estragos en su vida y la de su familia. Una vida que no es tan singular como se cree, porque Jorge no es un caso excepcional.
Como Jorge, son muchos los niños que no llegarán a experimentar empatía, y que cada vez que un sentimiento intente avivarse en su subconsciente, será paliado por los pocos impulsos que sus células neuronales espejo generen. Son diferentes, pero no por ello menos personas.
Jorge tiene TEA.
Autor: Miguel Pérez Fanjul. Colegio Andel, 1º BTO.