Los frascos de la abuela Lola

El otro día estaba con mi madre limpiando las cajas del fondo del armario, esas que ya son invisibles, a las que nadie les da importancia. Vaciando una de ellas encontré muchos recuerdos de cuando mi madre era joven, entre ellos, la flor que le regaló mi padre en su primer aniversario, una carta que le escribió a su tío cuando se marchó a Madrid, el ticket de su primer viaje en tren… Le pregunté por qué guardaba todas esas viejas cosas llenas de polvo y ella me contó la historia de la abuela Lola:

La abuela Lola vivía en una de las islas Galápagos y su casa era como un museo, en su jardín podías ver una infinidad de plantas endémicas, como un cactus gigante (Opuntia echios), uno de los especímenes recolectados por Darwin. Por sus ventanas veías las orquídeas (Epidendrum spicatum) trepar los balcones, y colibríes de pico curvado bebiendo de sus flores, era un espectáculo digno de la flora y fauna de las Galápagos. En la cocina tenía 127 frascos, cada uno con una etiqueta escrita a mano: 42, arena por la que anduvo la tortuga Fernandina; 43, hueso de caparazón de la tortuga gigante (Chelonoidis duncanensis); 86, semilla superviviente al incendio del volcán; 104, la escama de una iguana marina de Punta Espinosa, cada frasco era una historia. Todos los científicos que visitaban la casa se reían de la abuela Lola, decían: “¿Para qué coleccionar tanto polvo?” El día en el que se avistó una iguana terrestre, Lola salió a su jardín con el número 128, lo llenó de silencio. Ahora, cuando los biólogos buscan datos de especies extintas o en peligro de extinción van a la cocina de la abuela, sacuden los frascos y escuchan el rumor de escamas desaparecidas y el crujido de caparazones que ya no existen.

– Hay gente que colecciona lo que otros llaman polvo – dijo mi madre, acariciando la carta del tío Juan. La abrí, “perdón por no decirte adiós”, eran las únicas palabras dentro del sobre. Sacó un frasco y me dijo: “Este es mi frasco 128, en él no guardo colecciones, guardo silencio, palabras que me hubiese gustado decir”.

Tras esto entendí por qué mi madre guardaba servilletas de restaurantes, o por qué dice “cuídate” cuando cuelga el teléfono. Cada silencio de mamá, cada frasco de la abuela Lola, cada carta que nunca se envió, eran especies raras que sólo crecían en nuestro ecosistema particular. Los científicos llaman a esto biodiversidad emocional: esos gestos únicos que mueren cuando mueren las personas que los cultivaban.

Autora: Fiona Mª Doutre-Roussel. IES GRAN CAPITÁN – 4º ESO

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