No todas las abejas fabrican miel. El dulzor de las silvestres.

Como seres humanos, nos encanta generalizar. A veces lo hacemos con los habitantes de un país: “¡Los suecos son todos unos mustios!”. Otras veces cargamos contra los adolescentes: “Los jóvenes de 15 años están todos en la edad del pavo… ¡No tienen ni idea de lo que hacen!”. Por supuesto, también lo hacemos con los políticos: “¡Este gobierno está lleno de corruptos!”. Desgraciadamente, con este último grupo sí que solemos obtener un porcentaje muy elevado de aciertos.

La naturaleza tampoco se escapa de nuestras generalizaciones. Es más, entre todos los seres vivos, parece que hay un grupo al que le hemos encasquetado una buena ristra de falsas sentencias: “¡Ten cuidado, que pican!”, o “Qué haríamos sin ellas… ¡No tendríamos miel!”. Estoy hablando, claro está, de las abejas (Hymenoptera: Apoidea), entre las que encontramos inofensivas tribus sin aguijón, como la Meliponini, o miles y miles de especies que para nada producen miel. Dicho esto, parece que generalizar, dependiendo del contexto, implica no solo discriminación, superioridad moral o falta de empatía, sino también exclusión de información valiosa.

La importancia de las abejas para nuestra supervivencia

Hoy en día es más que evidente el vínculo entre la polinización y nuestra supervivencia. Como servicio ecosistémico, la polinización ha sido valorada en 153 billones de dólares a nivel mundial. Cerca del 35% de la comida que ingerimos depende directamente de la transferencia de polen realizada por vectores bióticos. Los vectores más eficientes son las abejas, tanto para plantas con flores (angiospermas) como para cultivos comerciales. En España, sin ir más lejos, dependemos en buena parte de ellas para reproducir de manera eficiente especies con significancia económica como el melón (Cucumis melo), el almendro (Prunus dulcis), la sandía (Citrullus lanatus), el manzano (Malus domestica), o el pepino (Cucumis sativus).

Por suerte, en la región mediterránea íbero-balear contamos con una cifra de la que debemos estar orgullosos: 1100 especies de abejas de las más de 20.000 que existen a nivel mundial. De entre todas ellas, solo una, a la cuál hemos domesticado, fábrica nuestra preciada miel: Apis mellifera, comúnmente denominada abeja melífera, de la miel, o abeja doméstica europea. Es la “Abeja Maya” que todos conocemos, con su compleja estructura social, su fascinante ciclo vital y la colmena como estructura en la que el enjambre se refugia y cría a las siguientes generaciones. Un segundo… ¿entonces esto es solo una especie? Así es. Al menos en España, es la única que utilizamos con fines apícolas. Las “1099” especies restantes son, por tanto, valiosas, pero ciertamente ignoradas, abejas silvestres.

Un grupo variado

Las formas, los colores y los hábitos de nidificación, cría u organización social de este último conjunto son infinitamente variados. Para empezar, la mayoría de las abejas silvestres son solitarias, y por tanto cada hembra es fértil y puede fabricar y habitar su propio nido. También las hay sociales, con castas, como Bombus terrestris, uno de los abejorros que vemos habitualmente en nuestros jardines y parques. No faltan las parásitas, como es el caso de las abejas cuco del género Nomada, que ponen sus huevos en los nidos de otras especies. Esto resulta muy poco agradable para las especies del género Megachile, las cuáles fabrican laboriosamente sus celdillas de cría a partir de recortes circulares de hojas y pétalos procedentes generalmente de rosáceas. El género Osmia también se afana taponando sus nidos con hojas masticadas y barro. La mayor parte de las abejas silvestres deciden excavar sus nidos bajo tierra, aunque también se pueden encontrar en tallos, troncos, o pequeñas grietas. Algunas, las denominadas “abejas alfareras” como Chalicodoma parietina, construyen dichas celdas desde cero con materiales como barro seco, resina o fibras vegetales.

Pero ahí no acaba el crisol de rasgos y matices. La coevolución entre abejas silvestres o nativas y plantas a lo largo de miles y miles de años ha originado toda una gama de adaptaciones y de interacciones mutualistas planta-polinizador. De esa manera, rasgos morfológicos como el tamaño corporal, la longitud de la probóscide o “lengua”, o el tamaño de las piezas bucales de cada especie, determinan el rango de plantas que pueden visitar. Encontramos así especies generalistas como Bombus impatiens o Apis mellifera, capaces de visitar una amplia variedad de flores; especies oligolécticas de rango algo más restringido, como muchos andrénidos y halíctidos; y especies monolécticas cuya especialización es tan elevada que muchas veces solo pueden visitar una sola planta, como es el caso de Flavipanurgus venustus con la jara rizada o jaguarzo (Cistus crispus).

Todas estas abejas silvestres, junto con la apicultura y sus “abejas-ovejas” (Herrera, 2007) y el resto de polinizadores (lepidópteros, coleópteros, dípteros…) ayudan a mantener la producción de los cultivos, así como toda la lista de especies vegetales cuya supervivencia está condicionada por su actividad. Sin embargo, factores como la destrucción y fragmentación de hábitat, el uso indebido de pesticidas y herbicidas, la presencia de especies invasoras, el cambio climático o incluso la competencia entre abejas domésticas y silvestres amenazan con ir acabando poco a poco con la riqueza de polinizadores silvestres de nuestra región.

abejas

En preocupante declive

Cada año hay colmenas de abejas domésticas que merman y sucumben ante enfermedades causadas por el ácaro Varroa destructor, el hongo parásito Nosema ceranae, o los ataques de la temida avispa asiática Vespa velutina nigrithorax. A pesar de ser eventos fatales para el apicultor, la imperante necesidad económica de mantener la producción anual de miel, jalea real, o polen, mantiene el foco científico, ciudadano y legal en las colmenas, cuyo número no cesa de aumentar cada año.

¿Qué sucederá entonces con las abejas silvestres? ¿Les afectarán las mismas enfermedades? ¿Sabrán defenderse ante las especies invasoras? ¿Verán reducida su distribución debido al cambio climático? Y lo más importante… ¿Estaremos ya perdiendo especies tanto de estas abejas como de sus plantas nutricias? Desgraciadamente, una gran barrera de desconocimiento se cierne sobre nosotros cuando tratamos de responder a estas preguntas.

Si seguimos borrando de nuestra conciencia, de nuestra ciencia y de nuestras leyes a estos y a otros polinizadores, acabaremos “tachando” definitivamente mil formas, colores y modos de vida. Para frenar este declive, es necesario tomar medidas inmediatas de conservación a nivel individual, local, nacional y principalmente legal y científico.

A nivel individual, por ejemplo, son cada vez más las personas que se animan a añadir especies aromáticas como la lavanda — en sus huertos, jardines y terrazas; o a construir un pequeño hotel de insectos con ayuda de unos pocos tablones de madera y cañas de bambú. En internet encontrarás miles de ideas y proyectos centrados en crear un entorno más sostenible y comprometido con estos polinizadores. ¡Todo es cuestión de ponerse!

Ahora que ya has descubierto el mundo que se esconde entre las flores de tu jardín, no te quedes con la generalización, ni con la miel en los labios, y aprende a saborear el dulzor de las silvestres.

REFERENCIAS
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Herrera, C. (2007). La mayoría de las abejas no son como las ovejas. Quercus, 258, 8-10.
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Autor: Alberto Rodríguez Ballesteros. Biólogo, socio y colaborador de Iberozoa